Y llegué a aquel parque tan oscuro,
lleno de flores de colores grisáceos, tenebrosos... Unos columpios
oxidados, un tobogán descolorido por el paso del tiempo, y un banco
de madera de roble, al que le faltaba una tabla. Me senté. Miré a
mi alrededor. Cómo había cambiado todo aquello desde la última vez
que estuve allí... Hacía 10 años que no volvía a este lugar,
desde la muerte de mi madre. Me recuerda demasiado a ella, es como si
siguiera conmigo. Este olor... Cuando me acariciaba con sus dulces
manos, que olían a las rosas que habíamos recogido para la abuela
Alice. Cuando me columpiaba tan alto que parecía que podía tocar el
cielo. Cuando se escondía, y yo me asustaba, y aparecía de repente
por detrás y me abrazaba. Y su sonrisa. Eso era lo más bonito de
mamá. Cuando en primavera, su estación del año preferida, me
cantaba canciones y me ponía mi vestido de flores preferido, y me
peinaba en el jardín. Y brillaba más que el sol. Pero, un día gris
como este, salió a dar un paseo en bici. Yo me quedé con la abuela
Alice haciendo un bizcocho en forma de corazón para ella, y era una
sorpresa, aunque creo que ya lo sabía. Me abrazó fuerte y me besó
en la frente. Yo le dediqué un pícara sonrisa. Y de pronto, el
fuerte viento abrió la puerta de golpe y acarició su melena negra
haciendo llegar su perfume hasta a mí. Me dijo adiós y se marchó.
Nunca volvió a aparecer por aquella puerta. Ya no había caricias
con olor a rosas, ni la sensación de poder tocar el cielo, ni un
susto agradable, ni canciones primaverales, ni abrazos con olor a
mamá... ¡Mierda! Me siento culpable, no tendría que haber dejado
que se fuera. Caí derrumbada al suelo. A los pocos minutos, una luz
apareció de aquellos arbustos dónde una vez perdí el colgante que
me regaló mamá.
Laura Larramendi.
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